Querida yo… Lo que el marcador no alcanza a contar
Fue una semana intensa. De esas que te dejan cansada, física y emocionalmente, pero también con la satisfacción y el orgullo de que todo valió la pena.
En estos torneos, los papás también vivimos un carrusel de emociones. Nos volvemos porristas, coaches, psicólogos… Queremos que den su mejor esfuerzo, y en ese intento hay que tener cuidado de no confundir “motivar” con “presionar”.
Yo siempre les digo a mis hijos: a veces se gana, a veces se pierde… pero siempre se aprende.
Si ganamos, aprendemos a reconocer el valor del trabajo y el esfuerzo. Pero si perdemos, aprendemos algo todavía más importante: a levantarnos, a manejar la frustración y a volver a intentarlo. Y esa resiliencia, sin duda, es una lección para la vida.
Dos tipos de deportes, dos aprendizajes distintos
Verlos participar en futbol y en tenis, uno tras otro, me recordó por qué mi esposo y yo siempre hemos creído que es importante que en su infancia practiquen ambos tipos de deporte: uno grupal y uno individual. Lo que enseñan es distinto, y ambos son valiosísimos.
En los deportes de equipo aprenden a colaborar, a escuchar a otros, a ceder y confiar, a celebrar juntos… y a sentirse parte de algo más grande que ellos.
En los individuales, en cambio, aprenden a confiar en sí mismos, a manejar la presión y a enfrentarse con su propio ritmo y sus propios límites.
Uno les enseña a compartir la carga; el otro, a sostenerse solos. Y los dos, juntos, les forman carácter y se convierten en una escuela para la vida.
Mover el cuerpo también es mover el ánimo
El deporte no solo forma carácter: también es una inversión en bienestar. Verlos competir con pasión me recordó que el movimiento es medicina. Les da estructura, disciplina y un espacio para canalizar energía y emociones.
Desde pequeños, moverse los ayuda a generar hábitos que pueden acompañarlos toda la vida. El ejercicio fortalece el cuerpo, pero también la mente. Cada vez que se mueven, el cerebro libera endorfinas, serotonina y dopamina… esas hormonas que nos ayudan a sentirnos mejor, a regular el estrés y a dormir más tranquilos.
Y en todo esto, los papás también jugamos. No solo somos quienes los llevamos a sus entrenamientos o les compramos los uniformes. Somos su ejemplo. Si queremos que nuestros hijos amen moverse, que disfruten, que no se rindan, tienen que vernos haciéndolo también.
No se trata de ser atletas. Se trata de mostrarles que el cuerpo se agradece, se cuida y se disfruta.
Más fuertes, aunque el resultado no fuera el esperado
Porque al final, más allá del marcador o del trofeo, el deporte enseña cosas que no caben en una medalla: esfuerzo y constancia, disciplina, resiliencia, compañerismo. Y esas son lecciones que los van a acompañar siempre.
Ganen o pierdan, siempre aprenden. Y para mí, como mamá, no hay mejor resultado que ese.
