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Con tres vasos de licor como anestesia y un cuchillo de cocina, cortó su abdomen en posición de cuclillas y sacó a su hijo. No fue tan fácil, le tomó una hora llegar al útero para sacar a su bebé. Lo envolvió con ropa, cortó el cordón umbilical y pidió ayuda a su hijo mayor que saliera a pedir ayuda.
“Ya no podía soportar el dolor. Si mi bebé tenía que morir, entonces decidí que yo también debía morir. Pero si tenía que crecer, entonces siempre estaría con él y lo habría visto crecer”, dijo a medios locales en aquel tiempo.
Luego de varias horas, tuvo una primera atención de parte de uno de sus vecinos, don León, quien sin anestesia alguna cosió con aguja e hilo de algodón los 12 centímetros de piel que se había cortado Inés.


Lo increíble es que, tras un viaje de ocho horas al hospital más cercano, los médicos confirmaron que no había infección ni sangrado grave. El caso quedó registrado en la literatura médica como el único en el que una madre y su bebé sobrevivieron a una cesárea hecha por ella misma.
Más allá de lo impactante, esta historia refleja la desigualdad en el acceso a servicios de salud. Inés no buscó ser heroína: simplemente no tenía otra opción. Y aunque su fuerza y valentía salvaron a su hijo, también dejaron un mensaje claro: ninguna mujer debería enfrentar un parto sin atención médica.