Por eso, papá le propuso a su hijo adolescente abandonar nuestros confines–la convergencia de Copilco, Avenida Universidad e Insurgentes- y explorar en vacaciones una nueva región del país. “Invita a Pablito”, me dijo, y mi mejor amigo de la Secundaria aceptó.
Pablo y yo, valerosos waterpolistas de los Pumas de la UNAM, y papá, nadador en su niñez de las agitadas aguas patagónicas del Río Colorado, como en un grito de mosqueteros acuáticos coincidimos: ¡vayamos al mar!
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Nada de Acapulco con sus masas chilangas como hormiguitas tóxicas; ni Cancún, que ya era una suntuosa colonia gringa; ni las playas oaxaqueñas cuyos caminos eran en los ‘80 una calamidad de fango y piedras. ¿Entonces? Veracruz, fue el acuerdo. Conquistaríamos las playas de ese estado tropical olvidadas por los habitantes de la Ciudad de México.
Entró la llave, sonó el distribuidor, giró la banda del generador y emprendimos la ruta. Cruzamos la fresca Puebla hasta sumergirnos en los primeros vapores del Golfo.

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Con los mapas en nuestras manos, el VW Sedán empezó a recorrer las playas ansiadas. Una y otra y otra, donde el paisaje era uno sólo: arena negra cubierta de botes de Clarasol, cubetas, encendedores, redes, caguamas, bolsas, boyas, harapos. Especies cadavéricas de entre las que el pez pañal era el rey y que descubríamos desolados, decepcionados, arruinados.
Toda nuestra ansia exploradora, esa mezcla briosa de Jacques Cousteau e Indiana Jones que nos había impulsado, desfallecía cuando tristes armábamos la casa de campaña intentando escapar de las montañas de desperdicios.
En alguno de esos amaneceres, resignadosPablo y yo abandonamos nuestras bolsas de dormir y salimos a conversar al borde de una playa contaminada. Porque cuando el entorno ensordece sólo queda la imaginación y el diálogo, hablábamos y hablábamos, y esa mañana lo hicimos sobre lo que seríamos de grandes. Es decir, en cuatro o cinco años en que saldríamos de la Secundaria, el momento en que deberíamos, obligatoriamente, elegir una carrera de cuatro años, para terminarla y hacer una maestría de dos años, para concluirla y hacer un doctorado de dos años, para concluirlo y hacer un postdoctorado de otros dos años.
Hermosa vida, como programada por un grupo de omnipotentes burócratas en una oficina en penumbras y entre miles de folios, para que nosotros, los jóvenes mexicanos, cumpliéramos sin falta el deber ser. Esa mañana yo debí decirle a mi amigo que quería ser sociólogo o geólogo. Pablo, creo, psicólogo o historiador.
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Papá, que desde la casa de campaña había oído en silencio nuestra charla, salió y se sentó a nuestro lado. Siguió atento nuestros sensatos, circunspectos y decorosos planes de vida, tan estructurados ya a nuestros 13 años. De pronto, abandonó el mate argentino que sorbía con sabia calma, y nos interrumpió.
-¿Y si no estudian?
-¿Cómo?
-Sí, ¿qué pasaría si no estudian? Podrían elegir una vida diferente y no estudiar. O estudiar de otros modos.
-¿De otros modos?
-Sí, viajando, se me ocurre. Podrían explorar el mundo, conocer por años muchos lugares y personajes fantásticos, encontrar oficios que les permitan vivir en lugares increíbles sin estar anclados a un sitio. Ser marineros, por ejemplo. ¿No sería más emocionante?
No recuerdo qué le dijimos. O atónitos, quizá no le contestamos nada a ese adulto, mi propio padre, que nos sugería aventurarnos en la vida a lo inaudito, olvidarnos de las reglas que la humanidad asumía como forzosas, como una predestinación que los dioses mandaban y acaso ser marineros en océanos sin botes de Clarasol.
Yo no le hice caso a mi padre: mi primer escala fue la licenciatura.
Con Pablito fue distinto. Años después se volvió el payaso del circo internacional Eloize.
Con su nariz roja, entre malabaristas, magos y acróbatas, comenzó su largo viaje por el mundo.