Corté el listón de mi nueva vida de hombre separado con una hija pequeñita y juré ser un padre ejemplar. No menos que eso.
Nada fácil sería cumplir montones de obligaciones que ya vislumbraba en el democrático esquema de custodia compartida. Debía salir de casa con pañalera completa (gel desinfectante, muda, protector solar, toallas húmedas, fórmula, cubierta para cambiarla, y unos 41 productos más), es decir, con todo lo que un paseo demandaba salvo el extractor de leche materna, que en mi caso no era necesario.
También sería preciso asistir rigurosamente a las juntas del kinder, jugar a las muñecas, aprender a hacer trenzas, instalar en su cuarto cortinas de catarinas y colocar muebles infantiles, además de poner pomada con Dexpanthenol en sus nalguitas para evitar rozaduras.
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Había un peldaño más, clave hacia el castillo de la excelencia: la alimentación.
No acudí a literatura especializada tipo “Ñam-ñam, mi bebé come bien”. Mi propio saber bastaría: “Esta niña –prometí- ingerirá lípidos, vitaminas, proteínas y carbohidratos con platillos apetitosos”.
Libro 90 respuestas claras para mamás novatas.
Dientes sólidos y sonrosados cachetes: señales suficientes para que mi hija, calculé, apreciara el buen comer. No por eso abusaría de la pimienta, sal con ajo, comino o páprika de mi alacena, pero sí los adicionaría sutilmente a mis manjares para que descubriera las delicias de la vida.
Fue pollo asado algo de lo primero que llegó a la mesa en nuestra nueva era.
La pequeña no sonrió. Olisqueó el plato humeante y lo observó extrañada como quien mira un meteorito recién caído del espacio. Con recelo deslizó un dedo en la carne. “No me gusta”, balbuceó tocando los puntitos de la pimienta como si fueran amenazantes toxinas, partícula radiactiva que jamás llevaría a su boca.
Aquello fue el inicio de una avalancha. A cualquiera de esos alimentos –ya nunca condimentados- los recibía como una bióloga obligada a diseccionar un asqueroso animal desconocido.
Ojos de espanto lo mismo frente a guisos, estofados, ensaladas, cocidos, potajes.
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Su infancia avanzaba. Ante cualquier alimento abría los ojos y con repulsión perforaba al animal o vegetal con los cubiertos, convertidos en «bisturís» con que diseccionaba mis recetas para confirmar que eran tan incomibles como un sapo Rhinophrynus dorsalis sobre el plato.
Hoy, mi hija descarta alimentos sin piedad y mientras crece sus argumentos se sofistican. Una papaya es un hígado vegetal; las hebras del queso Oaxaca son malformaciones de la leche; la yema del huevo estrellado es una horrenda coagulación de cigoto de pollo; el amargor de la espinaca lija su paladar; si a una tortilla se le pasó el tueste extrae lo dorado como si fueran escarabajos hasta pulverizar la masa; a los nopales los rodea la baba de Jabba the Hutt.
Mis estrategias lo han incluido todo: en la comida su abuela le cuenta cuentos donde una zanahoria es La Princesa Zanahoria, suelto discursos filosóficos (“comer es llenar tu cuerpo de vida”), refiero los frutos del campo como obsequios mágicos de una hermosa reina llamada Madre Tierra y hace poco, cuando en el desayuno rechazaba la sandía, le dije: “La sandía es agua, si la exprimes obtienes pura agua”, a lo que respondió empujando la fruta: “entonces mejor dame un vaso de agua”.
Sin embargo, había una gloriosa excepción: camarones. Los consumía eufórica, complacida, pese a las antenas, la cola, la coraza, morfología insoportable para paladares sensibles.
Días atrás, en el restaurante Long Yiung de Plaza Cantil alzó un camarón de su plato y con los pulgares lo abrió para analizar su interior.
-¿Qué es esto?-, cuestionó viendo un hilito carmesí que brotaba de las entrañas del crustáceo.
-Salsa roja-, mentí desesperado.
-No, papá, esto sangre de camarón-.
Yo quise ser un papá ejemplar, y perdí. Ofrezco mi rendición y agradezco a la leche con chocolate, el espagueti con mantequilla y un par de cosas más el desarrollo milagroso de mi hija.
De no ser por ellos, pensaría que ha llegado fuerte a sus nueve años gracias los atributos nutritivos del aire.