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Control freak o libertad: dilemas de un padre con culpa

¿Crees que no poner límites a tus hijos les creará un espíritu libre? Entonces prepárate para vivencias límite.

nina con su papa
Cruzamos la calle ansiosos, como si el parque se nos fuera a escapar si demorábamos 20 segundos más en pisar sus adoquines. Fenomenal sorpresa de la vida, decíamos adiós a La Joya, colonia definida por sus talleres mecánicos; los changarros de tortas y tacos de carnitas; sus hojalaterías ruidosas dándole al martillo y al aerosol en plena banqueta.

Nuestro nuevo hogar tampoco estaba a mitad de los Alpes Suizos, pero en la Del Valle había algo de verde y ese verde estaba cerca de casa. Nos apuramos con la inquietud a flor de piel, como si el breve rectángulo arbolado entre edificios fuese una pradera sin fin. Y ahí, ella tuvo convicción de pionero en tierra apache: debía descubrir rápido el terreno y explotar sin piedad sus recursos naturales (los juegos). Recuerdo que arrancó en la resbaladilla, pasó a los columpios e hizo una escala trepadora en el cohete de tubos de fierro coloridos.

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El paseo avanzaba y yo contemplaba su euforia a media distancia.

Lo revelador, sin embargo, sería un fenómeno desconocido al que me fui habituando visita a visita: en los resbaladilla los padres acompañaban con los brazos el descenso de sus hijos porque en cierto momento podían no deslizarse por la plancha metálica sino precipitarse hacia el suelo por los costados.

 Luego, en el columpio el cuidado era extremo: si un niño pedía “más fuerte, ma”, la mamá se ponía firme con un “no, es peligroso” pues el balanceo de la criatura podía volverse un brutal giro de 360° que lo expulsaría hasta las copas de los eucaliptos.



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En el cohete de metal el papá o la mamá se instalaba en medio de la estructura con los piecitos de sus retoños cerca de sus manos, toda vez que era posible que por un infortunio perdiera contacto con los tubos el pie 1, el pie 2, y soltara intempestivamente la estructura tanto con la mano 1 como con la 2; entonces sí, el viaje espacial donde nada flotaba como en el Discovery acabaría con la cruel ley de gravedad arrojando a su hijo al piso.

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Pero nada tan asombroso como los gritos de “no corras, hijo” que cruzaban el área de juegos cuando había correteadas. Toda correteada debe ser a lo sumo al trote, ya que las probabilidades de que una piedrita, Frutsi o pie se interpongan en el camino de los retoños son muy altas. Frente a eso, sólo la precaución mantiene a la descendencia íntegra sin raspones en rodillas, tobillos torcidos o descalabradas. 

Y fue entonces, al ver esa invasión del miedo que domina nuestra era, que dije “No. Si los nueve años yo jugaba futbol tarde y noche en las calles de la colonia Viaducto Piedad con mis padres muy lejos, en el trabajo, y sin su vigilancia, a mi hija, al menos, le daré permiso para correr sin imponer límites en los kilómetros por hora”.

“Tú corre, hija, a la velocidad que quieras, cuando quieras”, le dije. Me oyó atenta a mí, líder universal de la libertad, y sonrió agradecida: “sí, papi, voy a correr”.

Un día de hace meses, sentado en esta computadora, a media mañana sonó el teléfono. Una voz agitada me avisaba que en el recreo de la Primaria mi hija se acababa de abrir gravemente la frente. ¿De qué modo? En una banca del patio con borde de metal, donde los niños comen el lunch, me explicaron.

Busqué el auto, aceleré hasta el colegio, entré ágil cual gacela e irrumpí en la enfermería. Recostada en una camilla era atendida por una doctora que luchaba por controlar la sangre. Como casi me desmayo, la señora estuvo a punto de atender a dos.

Ya en el Hospital Infantil el cirujano plástico se acercó: “la herida es tan profunda que puedo ver el hueso”, me explicó y casi me vuelvo a desmayar. Mientras, mi hija me apretaba la mano antes de una cirugía que sentí “más larga que despedida de borracho”, diría algún sabio.

Ya en casa inició la convalecencia.

-¿Cuéntame que te pasó?-, le pregunté.

-Un niño me dijo que si quería ser su novia.

-¿Y qué tiene que ver con el golpe?

-Me dio muchísima pena.

-¿Y entonces?

-Corrí, corrí muy fuerte, me tropecé y mi frente se pegó en la banca, papi.

Hoy, a un año del episodio sangriento, oigo su “corrí, corrí muy fuerte” y en mi conciencia se clava como puñal mi instrucción el día del parque: “Tú corre, hija, a la velocidad que quieras, cuando quieras”.

 

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