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“Estoy en contra de las matemáticas»

¿Cómo le explicarías a tu hijo que todas las materias de la escuela son importantes?

problemas en las matematicas
La pregunta no era inocente. Por el espejo retrovisor dirigió sus ojitos cafés sobre los míos con una mirada suave y segura, como un juez que hace una última pregunta retórica al acusado sabiendo de antemano que está a punto de declararlo culpable: “¿Papá, ¿tú eras bueno en matemáticas?”. No contesté en seguida. Volante sobre las manos y a punto de tomar Av. Revolución, en el tráfico estruendoso me reservé tres, cuatro segundos de silencio, como para deducir a qué se debía una pregunta misteriosa, con cuya respuesta ella podía exculparse de algo.

-Yo era malísimo en matemáticas-, respondí.

Lo acepté así, a rajatabla. No había modo de soltar una contestación a medias que ocultara lo que en Preescolar 1, 2 y 3, Primaria, Secundaria y Prepa fue una materia infernal, aunque sólo se tratara de sumar 2 manzanas + 3 caramelos + 4 cerezas.

-¿Eras malísimo cuando tenías nueve años como yo?-, insistió.

-Siempre fui malísimo, y a los nueve años también.

-Ah-, repuso, y de golpe se quedó callada.



Libro 90 respuestas claras para mamás novatas.

¿Ah?, pensé, como que ¿ah?

La miré otra vez por el espejo. Ahí estaba ella, tranquila viendo por la ventana el indescifrable cruce geométrico, algebraico y trigonométrico de Av. Jalisco, el Eje 4 Sur y Circuito Interior.

-¿Por qué lo preguntas?

-Es que yo soy malísima en matemáticas, pero tú también eras malísimo.

-¿Y eso qué tiene que ver?

-Que soy tu hija.

-Si fui malísimo en matemáticas no significa que tengas que serlo.

-Pero somos familia-, argumentó en tono de “por favor, papá, piensa”.

Era claro: asumía que mi fracaso matemático era hereditario, parte de mi ADN transmitido a ella como el color de la piel o la forma de la nariz.

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Yo no quería (y no podía) argumentar que la inteligencia o la falta de ella en ciertos asuntos de la vida se pasa de generación en generación. Por eso, opté por dar un volantazo (de tema) y conocer sus miedos. “¿Qué te está costando de matemáticas?”, le pregunté. “La suma de fracciones con distinto denominador”, respondió. “Es algo muy fácil”, afirmé. “¿Sabes hacerlas?”, preguntó. “No”, dije. “¿Entonces por qué dices que son fáciles?”. “Suenan fáciles”, respondí. “Son increíblemente difíciles”, se defendió y yo viajé con la mente al Tercero de Primaria en mi escuela de San Andrés Tetepilco, donde la guapa y paciente maestra Silvia hacía esfuerzos inagotables para que mis primeros pasos en matemáticas no fueran la cueva tenebrosa que ya se insinuaba. 

“¿Te digo algo, papi?” “Dime”. “Estoy en contra de las matemáticas. Yo quiero ser cantante y me obligan a estudiar matemáticas, que no me van a servir para nada”. “Claro que te van a servir”, le dije. “¿Para qué?”, agregó intrigada. “Aunque uno ya adulto se dedique a otras cosas, haber estudiado matemáticas te hizo pensar. Por las matemáticas uno de chico piensa mucho, muchísimo. Es como si hubieras movido el músculo del pensamiento –argumenté con sabiduría, seriedad y convicción-, y eso, tanto haber pensado durante mucho tiempo, te servirá el resto de la vida para lo que sea”.

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En casa, días después, con los 15 años de estudio de matemáticas que sumé en niñez, pubertad y adolescencia y que me habían “enseñado a pensar”, yo intentaba aprender la suma de fracciones con distinto denominador para apoyar a mi hija. Luché y luché como un guerrero. O un buen rato, digamos. Pero fue imposible.

¿Y no era que todo ese tiempo entre números y cuentas serviría para ejercitar el músculo de mi pensamiento, aunque después quisiera ser estrella de rock o futbolista? Ahí estaba, intentando sin éxito aprender fórmulas con mis neuronas en rebelión, empeñadas en permanecer dormitando tiradas en el sillón, al borde del estado vegetativo.

Por fortuna, ayudada por una dulce y solidaria tía abuela, mi hija ya aprendió a sumar fracciones con distinto denominador.

Hipótesis confirmada: la forma de la nariz sí, pero los trastornos del aprendizaje no se transfieren por genes. Bendito ácido desoxirribonucleico, que no lo hereda todo.

Y, desde luego, gloria eterna a las tías abuelas.

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