De verdad que me angustiaban mucho este tipo de dudas y pasaba horas pensando en ellas en lugar de disfrutar el embarazo o relajarme. Nunca se me ocurrió preguntarle a nadie, entre otras cosas porque en ese entonces no estaba rodeada de personas que compartieran mi realidad. Tampoco pensaba en cuestionar al médico.
Mi mamá tenía 30 años de haber pasado por esa etapa, así que dudaba mucho en preguntarle. Para entonces ella estaba en otro momento de su vida que nada tenía que ver con la crianza. Además, hace ocho años atrás aún no descubría las redes sociales, era como vivir en un mundo aparte. Así fue mi entrada a la maternidad, completamente en solitario. ¿Ya he dicho que tampoco tomé curso psicoprofiláctico? Pues bueno, no lo hice.
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Me convertí en madre de una forma completamente ignorante. Fui demasiado obediente de lo que decían los doctores hasta que me cansé de dudar y entonces apareció como una vocecita que me decía cosas diferentes, mi intuición.
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El bebé fue creciendo, cumpliendo sus etapas sin mayores sobresaltos y poco a poco he ido enfrentando esos momentos que tantas dudas me provocaban. Ahora con tres hijos en mi vida me doy cuenta de que me agobiaba innecesariamente.
Hoy sé que hay una cosa que se llama instinto y que se activa inmediatamente ante cada circunstancia. Así como cuando nos encontramos en una situación de peligro y hacemos cosas que normalmente no hacemos, lo mismo pasa con la maternidad.
¿Cómo voy a saber qué mi hijo está enfermo? Lo he notado todas y cada una de las veces. Ahora, incluso, hasta sé que se está enfermando aún antes de alguna manifestación clara. ¿Cómo? Poner atención a su vida cotidiana me da la oportunidad de darme cuenta cuando algo se sale del patrón, ya sea en su conducta, en su estado de ánimo, hasta en su manera de comer.
Por ejemplo, mi hijo mayor tiene problemas respiratorios y padece ciertas alergias que le desatan cuadros asmáticos, entonces hoy sé que cierto tipo de tos y que un escurrimiento nasal indican que su cuerpo está reaccionado a algo. Con el tiempo me he dado cuenta de que estas reacciones se agudizan si emocionalmente anda desequilibrado.
Hay veces que va a ciertos lugares como parques, bosques o casas donde hay gatos y no le pasa nada más que muchos estornudos, lo cual está perfecto porque es la manera en que su cuerpo rechaza los agentes externos que lo pueden afectar.
En cambio, cuando nos hemos cambiado de casa o de escuela, cualquier exceso de polvo o una salida por la tarde con aire frío le pegan con todo y acabamos con tos bronquial, flemas y visita médica. ¡O cuando su mejor amigo se fue a vivir a Australia! Mi niño aparentemente lo estaba tomando bien, sin embargo por esas fechas fue a casa de un amigo donde hay gatos (hay que decir que ya había ido varias veces sin mayores problemas), sólo que en la última ocasión se le ocurrió acariciar a la gata y el niño regresó con un ojo de boxeador, completamente hinchado.
En cuanto entró a la casa lo llevé derechito al baño, ahí le quité la ropa, lo metí a la regadera, se lavó la cabeza dos veces y mientras, metí a la lavadora la ropa que llevaba puesta. Unas gotas de manzanilla en el ojo afectado, chochos homeopáticos, nada de leche ni otros lácteos, muchos abrazos, besos, platicar con él antes de dormir, leer su libro favorito y al otro día el niño se fue a la escuela sin problemas.
Él se disculpaba por haber tocado a la gata pero no tenía sentido enojarme. Lo de menos era el gato, ya lo había tocado y nada podía hacer al respecto. Lo importante era detener la reacción alérgica lo más pronto posible.
No es que yo sea una sabionda, ni mucho menos, es una mezcla de sentido común y observación.
El sentido común indicaba que el niño debía traer más pelos de gato encima y había que sacárselos pronto al igual que con la ropa; el sentido común indicaba que no debía darle cosas que agravaran más la reacción como los lácteos; el sentido común me decía que además de las dos cosas anteriores, debía darle algún medicamento para fortalecer el sistema inmune; la observación me decía que mi hijo tenía una baja de defensas por la tristeza que le provocaba haber perdido a su mejor amigo, por lo tanto había que darle más apapacho que el de todos los días en lugar de regañarlo por hacer algo que sabe que no debe hacer.
Y así con cada situación, cada cosa. Por ejemplo, mi hija de 4 años que normalmente es una niña risueña, bromista y simpática, de pronto tiene días en que anda muy llorona. Inventa que le duele “la panza, la cabeza o el pie” para no ir a la escuela.
Entonces rápidamente repaso en mi cabeza si ha comido algo fuera de lo cotidiano o si hubo alguna lesión en los juegos o si ha mostrado algún otro síntoma que indique gripa como para que le duela la cabeza. Algunas veces llamo a la escuela para preguntar si se ha quejado y zas, me dicen “no señora, Paula está muy bien, ha jugado y trabajado bien como siempre y no se ha quejado”.
Mi intuición de mamá se activa y en una revisión rápida de mis días me doy cuenta de que hemos estado poco tiempo juntas, que las tardes se nos han ido en la rutina, o que incluso yo he tenido trabajo extra y que he estado fuera de casa más de la cuenta. Lo que esa niña necesita es una dosis extra de abrazos, platicar con ella, sentarme a hacer su tarea junto a ella, incluso aunque ella la hace sola siempre y yo básicamente observo.
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Hace unos cuantos fines de semana elegí un sábado para llevármela a peinar. Le hicieron “manicure” y luego nos fuimos por un helado, me acompañó a una cosa de trabajo y listo, esa “hipersensibilidad” bajó considerablemente en los siguientes días.
Podría seguir con decenas de ejemplos con cada uno de mis tres niños, el punto es que ahora cada vez pienso menos cómo voy hacer para tal o cual cosa que tiene que ver con la crianza de mis hijos, hoy estoy segura que llegado el momento sabré qué hacer, sólo que cuestión de poner atención, hacer un poco de memoria, pero sobre todo de hacerle caso a la intuición, que ha sido, hasta ahora mi mejor aliada.