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Lloré más por el susto y la vergüenza que por el dolor. Sabía que no debía orinarme en l cama, pero durante algún tiempo me costó trabajo pasar una noche sin humedecer mi colchón, el de mis padres o el de alguna tía; simplemente no sabía cómo controlarlo.
Me causó tanta pena no poder estar seco mientras dormía, que nunca lo había dicho y hasta esta carta lo confieso públicamente: este hombre que ahora soy se hizo pipí en la cama decenas de noches.
Por otro lado, no me gusta bañarme; es decir, me baño todos los días hábiles, y uno que otro fin de semana por un compromiso social, laboral y de pareja, pero jamás por placer. No soy de esas personas que se deleitan al sentir el agua de la regadera; al contrario, me apuro para salir lo antes posible del cuarto húmedo.
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Como diría Jaime Sabines, “Yo no lo sé de cierto, pero supongo que…” mi desagrado por el baño tiene que ver con los castigos amargos que me imponía mamá. Cuando me portaba mal me nalgueaba y si lloraba, me encerraba en el baño de casa de mis abuelos, que parecía calabozo.
Esto lo cuento no como un reclamo a mi madre que ha sido muy cariñosa y generosa conmigo, pero sí para exponer cómo los padres somos capaces de sembrar pesadillas en nuestros hijos. Sí, éste hombre que ahora soy, le tenía pavor a la oscuridad y al encierro como método de corrección.
En otra ocasión, cuando tenía 13 años de edad, jugaba futbol americano en un equipo muy competitivo, tanto que llegamos a la final del campeonato. Yo, que siempre he sido un tipo al que le gusta sentirse apoyado pero al mismo tiempo no le gusta confiarse, le pregunté a mi papá: “¿Crees que ganemos la final?” Él me contestó que no. Mi madre le reclamó por lo dicho. Mi padre insistió “La verdad no creo que ganen”. Su respuesta me generó dos cosas; enojo por no sentirme apoyado y motivado para demostrarle a mi papá que su pronóstico sería erróneo. Al día siguiente en un partido dramático vencimos, fuimos campeones. Este hombre que ahora soy, de adolescente tuvo el coraje de ver a la cara a su padre para decirle que se había equivocado.
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Años después, estudiaba la carrera de Ciencias de la Comunicación y en los tres primeros semestres cursé fotografía. Era una materia muy cara porque los profesores confiaban en que “echando a perder se aprende” y nos pedían decenas y decenas de fotos que implicaban gastar mucho dinero en material. Alguna tarde regresé a casa y decidí mostrarle a mi mamá algunas de las mejores fotografías que había logrado en blanco y negro. El ejercicio había sido jugar con las sombras. Mi mamá, que tiene el sentimiento de una contadora, vio las imágenes y después de un silencio suspensivo no tuvo empacho en decir “¿Para esto pago tanto dinero?”. Después de eso, no le volví a mostrar un trabajo escolar. Sí, este hombre que ahora soy, se enteró de joven que si quería triunfar primero debía conquistar el gusto de quien le dio la vida.
Hace unos días hice la tarea con mi hijo Franco: elaboramos juntos el reporte final de su investigación sobre el brócoli. Todo transcurría bien hasta que él tuvo un descuidado y escribió mal una letra. Me desesperé, levanté la voz y exigí que pusiera atención. Sus ojos de cinco años se llenaron de lágrimas, su respiración se anudó en la garganta y como pudo me complació al trazar de nuevo. Casi de inmediato, todos los amargos momentos que he narrado abordaron mi memoria. Entonces, fui a su habitación y le ofrecí una disculpa diciéndole que no debí gritarle. Él lloró de nuevo y me pidió que no lo volviera a hacer.
Yo intentaré no hacerlo porque los papás debemos ser guías, disciplinados, incluso estrictos, pero siempre amorosos. Levantar la voz, dar una nalgada y dudar de sus capacidades sólo genera miedo y eso lo sé yo que me oriné en la cama, que me sofocaba en un baño tenebroso y que necesitaba la aprobación de mis padres para confiar. Sí, este hombre que ahora soy, quiere que sus hijos se enteren que el éxito es de los valientes y la palabra temor nunca debe engendrarse en casa.
P.D: Disculparse con un hijo es un curita para el corazón de los dos.